Desde que volví de Madrid, no paran de sucederse las coincidencias. Las más inquietantes son dos:
Un libro que regresa a mí después de haberlo prestado hace siete años. Un libro, cuanto menos... raro, que vuelve tras una conversación con un físico sobre metafísica.
Y La gran ola de Hokusai… no paro de encontrármela.
Primero fue en el Substack de
. Luego, en las primeras páginas de Un verdor terrible, el libro de Labatut. Y ayer… en la planta baja de un chalet en Las Negras.El propietario había convertido esa planta en un pequeño apartamento japonés, con su tatami y un gran shōji separando el dormitorio y la cocina del salón.
En una de sus paredes estaba colgada la reproducción… y a sus pies, dos sillas zaisu.
Lo que me impresionó no fue verla —sino darme cuenta de que me estaba persiguiendo.
Esa curva azul que parece una garra marina a punto de tragarse los barcos y el monte Fuji.
El tipo de belleza que sobrecoge el alma.
El poder destructor de la naturaleza.
Y… la fragilidad de nuestra existencia.
Y aunque mi razón habla de aleatoriedad… a veces pareciese que alguien juega a los dados.
Y esos dados me llevan al azul. Más concretamente, al azul de Prusia.
Porque esa ola, igual que el cielo de La noche estrellada de Van Gogh, o los blueprints, está teñida con un pigmento que nació por accidente.
Una serendipia. Una tirada de dados.
Johann Jacob Diesbach era un fabricante de pigmentos que, en 1706, estaba tratando de producir un pigmento rojo, posiblemente en sustitución del carmín, que se fabricaba con cochinilla y era extremadamente caro.
Para ello, necesitaba una mezcla cuyos ingredientes incluían ferrocianuro de hierro y potasa (hidróxido de potasio).
Por cuestiones prácticas, usó potasa preparada con “aceite de Dippel”, del que se decía que tenía propiedades curativas, afrodisíacas, espirituales…
Algunos opinan que Dippel buscaba el elixir de la inmortalidad. (Frankenstein, por cierto, se inspiró en él).
El caso es que esa potasa estaba contaminada, sí… con sangre seca.
Solo era un ingrediente más, una materia prima sin nombre. Algo que nadie sabía que estaba ahí.
Pero esa sangre —invisible, vieja, transformada— hizo su trabajo en silencio.
Se mezcló con los otros compuestos, burbujeó en la olla alquímica… y lo cambió todo.
Y lo que obtuvo no fue un rojo, como buscaba…
Fue un azul.
Nuevo. Profundo. Metálico. Misterioso.
Como un secreto.
Como una sombra con luz dentro.
Un azul que parecía tener peso.
Que no brillaba, sino que absorbía.
Un azul con gravedad.
Lo mirabas… y te quedabas ahí… un segundo más de lo que querías.
Y ese hallazgo químico cambió la historia del arte.
Llegó a Japón por rutas comerciales, lo mezclaron con tinta, y Hokusai lo usó para darle a su ola ese tono imposible.
Esta historia tiene, además, otro giro inesperado: el mismo compuesto que da vida a ese azul contiene la base química del cianuro.
El que se usó en guerras, en cámaras de gas, en suicidios de espías y novelas negras.
Es decir:
La misma sustancia que pinta la espuma... puede matarte si la respiras.
Belleza y veneno.
Ola y abismo.
Lo sublime y lo terrible en la misma molécula.
Labatut lo llama “un verdor terrible”.
Yo, esta semana, lo llamo coincidencias.
Una imagen que me busca para recordarme que nada es solo lo que parece.
Ni un pigmento.
Ni una ola.
Ni una fotografía.
Cuidaté,
Ana Mora
神奈川沖浪裏 Kanagawa oki nami ura, literalmente “Bajo una ola en altamar en Kanagawa”. Autor: Katsushika Hokusai. Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.
Me fascina cómo un solo color puede condensar tanta historia, tanta muerte y tanta vida...
No existen las coincidencias!!
Pero si las hermosas señales … 🙌
Tal vez últimamente has estado moviéndote entre decisiones importantes, pensamientos que giran en círculos, y justo ahí aparecen cosas en tu camino, como un recordatorio de que algo se está moviendo adentro. ✨🙂↔️